Las preguntas son como los medios de transporte. A veces, priorizamos la velocidad y otras el paseo, para descubrir los paisajes o incluso para compartir las impresiones que éstos despiertan en nosotros, junto a otros. Por eso, hay preguntas para ir deprisa y conocer los datos que se esconden tras ellas. Si yo me pregunto ¿cuándo se inició la Gran Guerra?, no necesito construir un reto; sólo ver si se halla la respuesta en mi memoria o necesito buscarla. El dato inmediato es lo que me interesa. En cambio, cuando pregunto si lo esencial de la vida humana es la salud, ahí, ya no puedo correr. ¿Esencial? ¿En qué sentido?; ¿la salud?, ¿como culto o como prioridad? Las buenas preguntas no encierran el conocimiento sino que lo abren como las puertas que dan paso a nuevas habitaciones o las cámaras de las cuevas, que abren paso a las grandes salas abovedadas por las aguas que las construyen durante milenios. Las buenas preguntas requieren investigar, con el método científico, basado en las hipótesis o con otros medios (estadísticos, experienciales…).

Las preguntas construyen el conocimiento en la medida en que nos desequilibran, en que nos extrañan y sorprenden. ¿Por qué los mayas abandonaron sus ciudades que tanto esfuerzo habían supuesto en su construcción? Se abren paso hipótesis diversas que sugieren explicaciones e implícitos que hay que contrastar, sea por experimentación -como en las ciencias- o con las fuentes de las que disponemos o incluso como experiencia vivida, en las humanidades.

Pero incluso más allá se abren las preguntas creativas que nos llevan a nuevos tiempos y espacios. ¿Cómo cantar al amor? ¿Cómo pintar la muerte? Ahí, en esas preguntas se ponen en juego traducciones a diversos lenguajes en los que el ser humano trasciende lo concreto, pudiendo llegar a lo sublime y eterno, a la creatividad.

Incluso hay preguntas irresolubles, trascendentes, que abandonan lo más inmediato para remontar el vuelo en medio de lo que se intuye una oscuridad opaca: ¿crees que te conoces a ti mismo?, ¿hasta qué punto? Esas preguntas suelen movilizarnos e inquietarnos, porque nos influyen hasta lo más profundo de nosotros mismos.
Las preguntas nos rodean cuando aprendemos a pensar por nosotros mismos, porque lo que vivimos se presenta como problema, como duda, como reto o, incluso, como cuestionamiento de la verdad.

Hay preguntas que nos abren a la introspección, a la propia opinión y otras que nos llevan al diálogo o al debate: ¿Estará bien lo que he hecho? ¿Qué habrías hecho tú, en mi lugar?

En cualquier caso, dejando de lado las certezas de la ciencia, muchas preguntas abren paso a la incertidumbre.
Todas, en mayor o menor medida, nos estimulan a pensar, para comprenderlas y para intentar, en la medida de lo posible, responderlas.

Las preguntas abren el camino a practicar habilidades de pensamiento. Se trata de entrenar la mente en el arte de la pregunta y el mecanismo mental que ésta pone en marcha. Así, si pregunto, ¿qué pasaría si…?», indudablemente provocaré un razonamiento condicional. Del mismo modo, si pregunto, ¿Qué alternativas de solución tiene este problema?, estaré favoreciendo un razonamiento de posibilidades que se abren. Estas habilidades, en la taxonomía que creó Matthew Lipman, se clasifican en cuatro grupos: indagación, conceptualización, razonamiento y traducción.

Las de indagación permiten descubrir el mundo, aportando vestigios. Así, si preguntamos por las hipótesis de un problema, estamos trabajando con este tipo.

Las de conceptualización clasifican la información y producen la conexión entre pensamiento y lenguaje. Por ejemplo, si pedimos una excepción, estamos trabajando con esta tipología.

Las de razonamiento elaboran el conocimiento y lo expanden. Así, si demandamos las causas y los efectos de lo que estamos analizando, nos encontramos dentro de este tipo.

Finalmente, las de traducción, transforman el conocimiento y permiten su transferencia a otros lenguajes. Así, buscar un símbolo para aquello de lo que se está hablando, se encontraría dentro de este tipo.

Quizás lo fundamental sea comprender cómo florecen. Parten de un cierto desequilibrio que podríamos llamar curiosidad o admiración y prosiguen en el encaje con lo que nos ocupa y preocupa, tanto desde el punto de vista lógico como desde el punto de vista emocional. Después, se abren camino en el trabajo para buscar evidencias sobre las que podamos construir el razonamiento, el argumento de las respuestas (sobre lo que ya sabemos, indispensable para acercarnos a lo que desconocemos). Y acaban expandiendo lo que sabemos, los límites del pensamiento, a veces en una vía más o menos central y, en otras ocasiones, de forma lateral y alternativa.

Las buenas preguntas llevan a la lucidez, a la libertad intelectual, puesto que evitan que caigamos en la certeza de los dogmas o la ignorancia de los prejuicios. La verdad y su búsqueda, acaban siendo el premio a nuestro compromiso con nuestro propio pensamiento, con nuestra propia integridad.

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