Mucho antes que la pandemia comenzara, los maestros fuimos testigos de ver a nuestros estudiantes, durante los recreos, comportarse de un modo “extraño”. Cuando les preguntábamos el porqué de ese baile tan peculiar que hacían frente a sus amigos o las frases que pronunciaban una y otra vez, nos respondían con total naturalidad: “Es un reto viral de Youtube, profe”. “¿No viste el nuevo baile del youtuber que sigo?” Habíamos perdido el vínculo con nuestros alumnos.
Esos momentos nos llevaron a tomar conciencia que nos habíamos quedado afuera de ese mundo. Y estuvimos muchos años sin inmiscuirnos, ni siquiera por curiosidad, en esa nueva jungla que ellos transitaban con total naturalidad, manejando sus códigos, formando parte de sus tribus y viviendo la realidad desde un lugar completamente diferente al nuestro.
En ese tiempo, intentábamos explicar los contenidos usando libros, fotocopias, variaciones en el tono de la voz y hasta nos creíamos “progres” por mostrarles un video de Youtube. Pero nada daba resultado; si bien cada día los teníamos de cuerpo presente, sus pensamientos y su ser se alejaban irremediablemente de cualquiera de nuestros intentos por enseñarles.
De golpe, todo cambió y nos dio un cimbronazo. Llegó la pandemia y sin posibilidad de elegir nos vimos inmersos en este mundo virtual. Comenzamos a dar manotazos de ahogado para recuperar nuestra seguridad y volver a nuestro territorio conocido: enseñar de la única manera que sabíamos, la tradicional. Así, nuestros primeros intentos consistían en hacerles copiar textos y responder preguntas. Creíamos que sólo era un cambio de escenario y que todo volvería a funcionar. ¡Cuánto nos equivocábamos! Ahora que ni siquiera teníamos a los estudiantes frente a nosotros, sentíamos que los perdíamos irremediablemente. Y fue así como nos animamos.
De un día para el otro empezamos a hacer videos en Tik Tok, Youtube, grabamos podcasts. Exploramos cientos de modos de reconectarnos con los chicos y recuperar esa “esencia” perdida, ahora que la presencialidad no era una opción.
En este chapuceo y uso tosco de las herramientas para promocionar nuestras sabiduría y habilidades docentes (de un modo que a más de un asesor de imagen le daría un infarto), nos dimos cuenta que los chicos estaban volviendo. Reconocían nuestros esfuerzos y si bien, más de uno seguramente habrá soltado una carcajada por el ridículo que hacíamos, valoraban que por fin estuviéramos en su mundo.
Y de golpe la comunicación volvió y también el vínculo con nuestros alumnos. Más sincera, más clara, con roles menos estereotipados y arcaicos. Simplemente nos conectamos. Comenzamos a hablar un mismo idioma.
El tiempo pasó y todo iba cada vez mejor: intercambiábamos experiencias y saberes sobre el uso de las herramientas digitales. Nos dábamos consejos mutuos para mejorar nuestros respectivos canales en Youtube. Incluso ellos, emocionados por ver a sus profesores como youtubers, no dudaban ni un minuto en suscribirse a nuestro canal. Por fin, los chicos sentían que ellos también podían enseñarnos algo…
Este es el camino para recuperar a los niños, que la escuela por mucho tiempo ignoró. Es una oportunidad única para que la educación formal pueda reinventarse luego de mantener tantos años sus vetustas estructuras.
Ojalá que estas reflexiones que se dieron durante estos meses, en numerosos medios de comunicación y de parte de tantos docentes, no queden en la nada, cuando todo se normalice; para así NUNCA volver a nuestras viejas prácticas, que tan poco significativas y anacrónicas resultan en el mundo actual en el que vivimos.
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