Habitualmente se atribuye a Henry Ford una frase que ilustra una de las grandes dificultades con la que nos encontramos a la hora de innovar en cualquier ámbito de la vida: “Si le hubiera preguntado a mis clientes qué querían, me habrían dicho que un caballo más rápido.” Si lo hubiera hecho, es posible que hoy nuestras calles y carreteras estuvieran llenas de caballos y no de coches.
Algo parecido sucede en el mundo de la educación: si no escuchamos a las personas que quieren innovar, nuestras escuelas y nuestra forma de enseñar serán igual que como eran hace muchos años. De hecho, lamentablemente, si una persona de principios del siglo XX entrara en alguna de nuestras escuelas no se sentiría demasiado extraño.
La resistencia al cambio es muy potente porque las innovaciones llegan desde fuera de la zona de confort de las personas. Para unos pocos, salir de ella les hace sentirse vivos; pero para otros, la mayoría, es agotador, agobiante y estresante. La innovación causa un alto nivel de intolerancia en el mundo de la educación porque incomoda, porque crea incertidumbre. Afortunadamente, cada día más educadores tienen en la innovación el combustible que moviliza su práctica diaria.
Nadie debería poner en duda que la educación tiene mucho que ver con la tradición y la cultura, con el saber y con el conocimiento que la humanidad ha ido desarrollando a lo largo de la historia. Pero esto no puede ser utilizado como argumento para no cambiar nuestra forma de enseñar, para seguir enseñando como se ha hecho siempre, al contrario. La única forma posible de ser innovador es conociendo perfectamente el saber pedagógico que hemos heredado.
Por este motivo, para innovar no es necesario, o no siempre es lo más adecuado, arrasar con todo lo existente y construir algo radicalmente distinto. Los cambios suelen ser más eficaces cuando se hacen partiendo de la base de lo existente, conservando los aspecto positivos y cambiando aquellos que no funcionan.
Pero debemos tener muy claro, que hacer las cosas de otra manera no siempre es innovar, en ocasiones, como mucho podemos hablar de “novedad”. Para que sea una innovación, esa manera distinta de hacer las cosas tiene que, además, aportar un valor, tiene que mejorar significativamente algún aspecto del proceso.
La innovación, o tener una actitud innovadora, debe de ser un elemento imprescindible en el quehacer diario de cualquier educador (docente, orientador, padre, madre…), pero no a cualquier precio, sino con el propósito de conseguir que nuestro hijos y alumnos puedan desarrollar al máximo todo su potencial y puedan tener éxito en la vida. La educación ha de ser necesariamente proactiva.
Para ello es necesario que en cualquier proceso de enseñanza/aprendizaje se establezcan espacios de reflexión, y más aún cuando se trata de prácticas innovadoras. Tenemos el deber de analizar constantemente si lo que hacemos consigue los objetivos que nos hemos marcado, debemos comparar nuestra práctica con la de otros educadores, debemos adaptarnos a las necesidades cambiantes de las personas a las que educamos.
Richard Gerver afirma que “En la actualidad, la capacidad para cambiar, a todos los niveles, es tan fundamental para nuestra supervivencia como nuestra capacidad de respirar». La innovación es el oxígeno que permite a la educación mantenerse viva.
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