Cuando les decía a un grupo de niños chilenos que era muy importante que ellos dijeran si habían aprendido o no, uno de ellos me dijo. “Sí, hombre, cómo que vamos a ser capaces nosotros de adivinar la nota que el profesor nos va a poner”.

Esta expresión pone de manifiesto el poder que encierra la evaluación. Su carácter jerárquico. Ese alumno piensa que solo el profesor sabe si ha aprendido o no. ¿No lo sabe él? Cree que no. Y encierra otra confusión importante: confundir evaluación con calificación. Hay que tener cuidado con el lenguaje porque el lenguaje es como una escalera por la que subimos a la comunicación y a la liberación y por la que bajamos a la confusión y a la dominación.

El protagonista del aprendizaje es el que aprende, no el que enseña. La didáctica tiene que trasladar su foco de la enseñanza al aprendizaje. El verbo aprender, como el verbo amar, no se pueden conjugar en imperativo. Solo aprende el que quiere. No tiene sentido decir: “yo vendo, pero no compran”.

De la misma manera, el protagonista de la evaluación es la persona evaluada. Quien aprende tiene que saber si ha aprendido o no. Ha de saber, además, si no ha aprendido, cuál ha sido la causa. La evaluación tiene dos componentes fundamentales:

  • la comprobación (eso que tenían que aprender, ¿lo han aprendido?)
  • la atribución (si no lo han aprendido, ¿cuáles han sido las causas?)

Nadie como el interesado las conoce: no se ha esforzado, no ha entendido, no está motivado… Desde las explicaciones que da la atribución se pueden tomar decisiones de mejora. El alumno tiene que saber también para qué le sirve el aprendizaje. No hay conocimiento útil si no nos hace mejores personas.

Resulta muy importante reflexionar sobre la finalidad de la evaluación. ¿Para qué se hace? ¿Qué se pretende conseguir con ella? Creo que las finalidades más importantes son aprender, motivar, dialogar y mejorar. Son menos importantes las finalidades de comparar, clasificar, seleccionar y controlar. Algunas son inútiles como gastar el tiempo y otras son nefastas, como torturar, asustar, jerarquizar y castigar. Es fácil poner la autoevaluación al servicio de las finalidades más ricas. Es casi inevitable. Porque la autoevaluación hace reflexionar, comprobar, comprender y explicar.

La autoevaluación favorece el desarrollo de la ética de la evaluación. Tiene en cuenta al individuo, contempla sus sentimientos, abre al diálogo, lo implica en el proceso, lo motiva, lo valora y lo educa. Se puede olvidar que si hay evaluación educativa es porque educa a quien la hace y a quien la recibe.

La autoevaluación no consiste en que el alumno se ponga una nota. Consiste en que reflexione y comprenda. Mis alumnos siempre han hecho autoevaluación. Reflexionaban de forma hablada y escrita sobre el proceso de aprendizaje, no solo sobre los resultados del mismo. Esa evaluación se contrastaba con la evaluación que yo hacía sobre su aprendizaje.

No hubo muchos casos de discrepancia. Cuando ésta se producía, la solución se encontraba a través del dialogo y de la negociación. Y nunca, después del diálogo, se mantuvo la discrepancia. Creo que ese diálogo entre quien enseña y quien aprende es fundamental para la mejora de ambos procesos, el de enseñar y el de aprender.

Uno de los títulos de mis 12 libros sobre evaluación es el siguiente: “La evaluación, un proceso de diálogo, comprensión y mejora”. El último título, hace referencia a otra dimensión importante del proceso evaluador. Me refiero a la dimensión emocional. Así reza el título: “Evaluar con el corazón”.

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