El reto de la educación literaria
No es sencillo, aunque sí motivador, compartir nuestra pasión por la literatura en nuestras aulas. Ni los rígidos programas ayudan en exceso ni siempre contamos con todos los recursos y el tiempo de los que nos gustaría disponer. Sin embargo, este desafío es uno de nuestros mayores alicientes como docentes, pues quienes nos dedicamos a la enseñanza somos conscientes de la importancia de acercar la lectura a nuestro alumnado para despertar en ellos su sentido crítico y ofrecerles, al mismo tiempo, las claves que les permitan disfrutar de todo tipo de textos y géneros. En este sentido, conviene no olvidar que, para muchos estudiantes, puede que seamos su única oportunidad de acceder a voces tan universales como las de Federico García Lorca o Virginia Woolf, pues quizá no cuenten en su entorno más próximo con quienes puedan llevar a cabo esa tarea mediadora que sí está en nuestras manos.
Desde mi experiencia como escritor y como docente, para lograr esos objetivos considero esencial evitar que nuestra materia se convierta en un repertorio de títulos, movimientos y características que carecerán de sentido para nuestro alumnado. Es cierto que el currículo oficial —con su rígido orden cronológico y su abultada nómina de autores— no juega a nuestro favor, pero debemos dar con modos de ofrecer a nuestros grupos la posibilidad de sumergirse de manera crítica y personal en los textos que queramos abordar. Compartir la lectura y analizar lo que hemos leído de manera colectiva y dinámica es un modo de acercarlos a esos autores y movimientos que, enumerados desde una perspectiva exclusivamente teórica, no serán más que otro esquema que memorizar entre los que llenan sus carpetas y cuadernos. Una amenaza que se ve recrudecida cuando convertimos el libro en materia de examen —con esas temibles preguntas que solo ponen a prueba nuestra memoria sobre el argumento— y no en un punto de partida para un diálogo fructífero y enriquecedor.
Para ello, resulta muy útil buscar referentes en su actualidad, de modo que consigamos un doble efecto: por un lado, que sean conscientes de que gran parte de las ficciones que consumen —en series, videojuegos, redes sociales…— están llenas de referentes que nos remiten a los grandes clásicos de la literatura universal (¿cuántos de ellos habrán pensado que El rey león, por ejemplo, es una versión libre de Hamlet?); por otro, que sientan que nuestra materia les habla tanto de sí mismos como de su propio tiempo, de modo que sean conscientes de que en los libros pueden encontrar historias e ideas que los interpelen y emocionen. Por todo ello, resultan aconsejables las propuestas que alientan la creatividad del alumnado: incorporar un componente lúdico a esas sugerencias —como imaginar las cuentas en Instagram de Calisto y Melibea o componer en Spotify una banda sonora para acompañar una selección de relatos de Pardo Bazán—también es un recordatorio en sí mismo de que la literatura no es una obligación penosa, sino un placer y un refugio al que podemos recurrir en contextos tan duros como el actual.
Asimismo, parece necesario revisar el canon y ampliar nuestra mirada, al menos, en una triple dirección. En primer lugar, hacia aquellas autoras clásicas y contemporáneas —nombres tan diversos como Ana Caro, María de Zayas, Sor Juana Inés, Emilia Pardo Bazán, Rosalía de Castro, Elisabeth Mulder, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite…— que deberían ocupar un lugar protagonista en nuestras aulas. Por otro lado, se echa en falta una mayor presencia de la literatura universal y de títulos y autores que, como Dickens, las hermanas Brontë o Jane Austen, pueden despertar el interés de nuestros lectores más jóvenes, tanto por la calidad de sus textos como por el hecho de haberse convertido en fuente inagotable de recreaciones, versiones y deconstrucciones en todo tipo de soportes ficcionales. Y, por último, es preciso que el siglo XXI llegue a nuestras aulas, tanto en sus voces consagradas —desde Margaret Atwood a Luis Landero— como en sus voces más jóvenes pero igualmente sólidas.
Nuestra labor debe conciliar la educación literaria con el fomento de la lectura y sería utópico pretender que todos los textos que planteemos tengan el mismo éxito, pero sí podemos aspirar a provocar la curiosidad si llevamos a cabo esa tarea de mediación desde nuestra pasión y experiencia lectoras, buscando modos de despojar de su aparente distancia a los grandes títulos de la literatura universal y subrayando, a cambio, los aspectos que los vuelven atemporales. Así, al hablar de La vida es sueño, seguramente despertemos antes su interés si les hablamos del conflicto de un joven rechazado por su padre y de una joven en busca de venganza, pues habremos conciliado diversos elementos de su imaginario adolescente: la intriga, el conflicto generacional y la fascinación por la aventura.
Además, nuestra materia debe dar cabida a la contemporaneidad y, desde ese ángulo, otorgar también su espacio a la literatura juvenil. Para que eso sea posible, es necesario desterrar ideas preconcebidas al respecto y conocer las propuestas de muchas de las voces actuales de la LIJ, cuyos ambiciosos y complejos mundos literarios encuentran numerosos puntos de conexión con la sensibilidad adolescente.
Alentar la pasión por los libros no es tarea fácil, pero sí uno de los desafíos más gratificantes a los que nos enfrentamos en nuestro paso por las aulas, porque pocos momentos hay tan especiales como cuando uno de nuestros alumnos nos agradece la propuesta de una lectura que, por algún motivo, le ha ayudado a emocionarse, a soñar o, gracias al poder evocador y referencial del acto literario, incluso a encontrarse.
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1 Comment
Buen reflexión. No soy profesor se lenguaje pero entiendo la carencia que esta genera la falta de lectura y su compresión en nuestros hijos. En mis tiempos de juventud, leer se transformó en un mundo de imaginación y como vía escape a la cruda realidad de mi entorno. Gracias por recordarme que la lectura sigue siendo la llave que abre puertas hacia lo que no conocemos pero podemos inaginar como nosotros queramos.