Mariano Fernández Enguita

Mariano Fernández Enguita es catedrático de sociología en la Universidad Complutense de Madrid, donde fue el responsable de la instauración en la facultad de educación, de la ‘hiperaula’ sobre la que tanto ha teorizado. Su investigación se centra principalmente en la sociología de la educación, en las desigualdades sociales y el cambio social. Ha dirigido el grupo de investigación La institución escolar en la era de la información (IEEI) y coordinado el Comité de Sociología de la Educación (CISE) de la Federación Española de Sociología. Ha sido profesor o investigador invitado en universidades como Stanford, Berkeley o la London School of Economics, entre otras. Actualmente es director del Instituto Nacional de Administración Pública y coordina el doctorado de educación de la Universidad Complutense.

En los primeros meses de la pandemia, Mariano Fernández Enguita publicó un pequeño chiste gráfico en sus redes sociales. La publicación anunciaba los tres grandes innovadores de la pedagogía, junto a sus respectivas imágenes: Sócrates, Comenio y el virus del SARS-CoV2. Sócrates, explica Enguita, fue el padre oficial de la enseñanza dialógica; Comenio fue el creador o cofidicador de la escuela moderna; y el virus fue quien la hizo volar por los aires. La pandemia, dice, nos pone ante el espejo y nos da una oportunidad para renovar el sistema educativo que no debe ser desaprovechada.

Usted aboga por la abolición de los formatos docentes tradicionales. ¿Por qué es importante según usted superarlos?

Lo sustancial en el aula es la materialidad del proceso de aprendizaje y de enseñanza, porque si se tratase de transmitir información a los alumnos, daría lo mismo el aula que una radio. Pero si lo pensamos, esta materialidad es tremenda, porque implica tener al niño sentado ante un pupitre muchas horas a la semana, durante treinta y cinco semanas al año, y entre quince a veinte años de su vida. No podemos ignorar esto. Esta aula tiene su historia, pero no es el único modelo posible. Nosotros identificamos escuela y aula, pero solo han sido equivalentes durante una pequeña parte de la historia de la educación. 

¿Qué otros modelos son posibles?

Ha habido –y habrá, sin duda– muchas variaciones en la educación: desde educación sin escuela a escuelas sin aulas. En un determinado momento se recurrió al aula porque se decidió que no había otro aprendizaje para el alumno que el que venía del profesor. Y no solo eso, sino que se decidió que todos los profesores podían educar de manera idéntica y simultánea a todos los alumnos, estableciendo así un sistema para cribar a los alumnos según se consideraran válidos o no. Esta es la función que el aula ha ido asumiendo, y que la sociedad ha aceptado como si fuera el principal cometido de la escuela: socializar para el trabajo, y decirnos cuánto y para qué sirve la gente. La escuela se asimila así al templo (al fin y al cabo, los primeros profesores fueron monjes) y a la fábrica, que es adonde iban los alumnos. Porque no olvidemos que se empezó a educar masivamente a la gente para enviarla a la industria y posteriormente a las oficinas. Lo único que justifica esta materialidad es esto; no el contenido del aprendizaje, ni la sabiduría que se pueda adquirir o dejar de adquirir en la escuela: es la disciplina.

El concepto de aula no le gusta especialmente…

La palabra ‘aula’ es muy engañosa. En inglés, la llaman “classroom”; en francés, “salle de classe”; en alemán, “Klassenzimmer”. Este es el nombre correcto de lo que tenemos: es la sala donde metemos a una clase de gente. ¿Qué clase de gente? Pues la gente que tiene cierta edad y tiene cierto nivel, en el sentido de que es capaz de –o se conforma con– aprender unos determinados conocimientos, y de comportarse de cierta manera. Si no hay correspondencia entre la edad y el nivel, enseguida los situamos fuera, como alumnos de alto o bajo rendimiento, inadaptados, etc. Esta clase, que se mete en el aula, en su tiempo fue además una clase caracterizada socialmente, es decir: hombres, y no mujeres; ricos, y no pobres; blancos, y no negros; etc. Se trata pues, estrictamente, de una clase. Hoy, por pura metonimia, llamamos en castellano ‘clase’ también al lugar o a la acción. Pero en realidad, el lugar es una sala, y la acción es una lección o algún otro tipo de actividad de aprendizaje. 

Su propuesta pasa por defender, en cambio, lo que denomina la “hiperaula”. ¿En qué consiste?

Lo que yo propongo, y mucha gente ha hecho –con este nombre o sin él– en muchos colegios alrededor del mundo (muchos en número, pero todavía pocos en proporción), y lo que aplicamos también en la Universidad Complutense de Madrid, es la hiperaula. No lo llamamos ‘hiperaula’ porque sea muy grande –aunque suele serlo–, sino, ante todo, porque es un hiperespacio. Hiperespacio, técnicamente, es un espacio de cuatro dimensiones, y la cuarta es el tiempo. Lo que hacemos en estos espacios es, por así decir, liberar las cuatro dimensiones: la gente se puede mover, los muebles pasan también a ser móviles, y por otro lado recuperamos la capacidad de reorganizar el tiempo. No solamente se abandona el ‘aula huevera’ –con toda la gente en sus bancos– sino también el horario en parrilla. 

¿Cómo trabajan los alumnos en la hiperaula?

Hoy disponemos de la tecnología para que todo trabajo, individual o colectivo, que se haga en este hiperespacio se pueda hacer dentro y fuera, y fuera y dentro a la vez. ¿Por qué? Pues porque esta tecnología nos permite pasar fácilmente de un medio al otro. Es decir, en estas hiperaulas, la gente puede estar en cualquier actividad, con distintas organizaciones del tiempo, entrando en momentos distintos, saliendo, no trabajando de manera simultánea y al mismo tiempo hacerlo con gente de fuera. La persona, o el grupo, puede pasar fácilmente de un medio a otro. Se trata de mezclar dos espacios, el real y el virtual, mediante los hipermedia. Hipermedia es el nombre técnico, en comunicación, para la transición sin fricciones, sin costuras, de un medio a otro. Y esto lo permite lo digital. Este sería el segundo motivo del ‘-hiper’.

¿Hay un tercero?

Sí. No hay que olvidar que el aula tradicional es un espacio donde un profesor y sus alumnos hablan de unas cosas que no están ahí. ¿Cómo lo hacen? Pues mediante representaciones (por ejemplo, un mapa) o con simulaciones (por ejemplo, un esqueleto de plástico). Hoy, la tecnología nos permite ir muchísimo más lejos de estas representaciones y simulaciones. Nos permite, por ejemplo, ver directamente espacios que son inalcanzables, como el desierto del Gobi, o entrar en interacción con gente que está muy lejos. También puedes simular una operación en un cuerpo humano o un vuelo en avión. Esto es hiperrealidad, y creo que puede aplicarse, y muy bien, en la educación. De modo que el hiperespacio, los hipermedia y la hiperrealidad son los tres pilares fundamentales del hiperaula.

¿Cuál es el rol del docente en la hiperaula y qué tipo de interacción se da con los alumnos?

Es cualquier cosa menos un hiperdocente. Antes, el docente no es que tuviera el monopolio del conocimiento, sino que lo imponía. Ante cualquier pregunta curiosa de sus alumnos, podía decir: “esto no entra”. Todos lo hemos escuchado alguna vez. Pero sucede que, en realidad, este maestro que lo sabe todo no existió nunca, ni puede existir. Y cada vez menos, porque el conocimiento de la humanidad es más y más inabarcable. ¿Qué papel tiene entonces el educador? Evidentemente, el educador tiene un conocimiento y una experiencia que pueda transmitir a sus alumnos y que puede usar para ayudarlos. Pero el papel esencial del profesor no es ya transmitir la información, despacio y claro para que los alumnos puedan entenderle, sino que su papel es, a mi modo de ver, diseñar el proceso de aprendizaje. En la hiperaula, donde todo el mobiliario es flexible y el tiempo es reorganizable, donde los alumnos pueden hacer distintas actividades y la tecnología te permite ir más allá de tu percepción inmediata, el maestro tiene que diseñarlo todo. En el aula tradicional, solo se pueden hacer dos cosas: o sentarse a escuchar, o subir a la tarima a hablar, y lo demás son únicamente pequeñas variantes. En cambio, en la hiperaula hay que definir qué se hace, así que el profesor ha de valorar todos los elementos y organizarlos para marcar un itinerario de aprendizaje. 

Dentro de esta transformación educativa, usted se ha posicionado claramente a favor de la codocencia. Parece existir cierta resistencia a esta forma de enseñanza. ¿A qué cree que se debe?

Hay resistencia, yo creo, porque hay pánico escénico. Una cosa que me ha sorprendido mucho siempre es la cantidad de profesores y profesoras a quienes les cuesta hablar en público. Mejor dicho: les cuesta hablar en público ante adultos, claro, porque luego están todo el día hablando con los niños. En este aspecto, ser el único adulto en el aula da mucha tranquilidad, aunque cuando empiezas quizá lo que querrías sea lo contrario. Ahora bien, socialmente se pretende que, como figura de autoridad, el profesor lo sepa todo de su campo, y esto es poco realista, porque nadie lo sabe todo, de manera que esta presión obliga a saber muy superficialmente. Por ello, aunque los docentes suelen mostrarse escépticos a priori ante la codocencia, en cuanto entran en ella les suele gustar. Si se quiere un entorno flexible, es necesario tener a más de un profesor. 

¿En qué sentido?

La única manera de que un solo profesor pueda controlar a treinta o cuarenta alumnos es hacerlo como en un regimiento. Si quieres ser flexible y atender un momento a un alumno mientras los otros siguen con su trabajo, o si quieres atenderlos de manera personalizada mientras trabajan en grupos, la cosa varía sustancialmente si tienes dos o más docentes en el aula. Es más: la sola acumulación de dos grupos con sus respectivos profesores aumenta por sí misma enormemente la flexibilidad. Además, la codocencia tiene muchas otras virtudes: se complementan las cualificaciones de un docente y del otro; si uno se pone enfermo no pasa nada, porque el otro mantiene la continuidad; y por encima de todo, hay apoyo mútuo a la hora de gestionar la clase y ante los imprevistos. 

¿Qué papel juega en ella la tecnología y cómo debería incorporarse para que el cambio sea realmente efectivo?  

Hay que introducirla ya, sí o sí, y habrá que formar a los profesores para ello, y no aceptar chantajes en este sentido. Imaginemos qué habría pasado si, cuando llegó la imprenta y se publicaron los primeros libros de texto, aquellos profesores que no sabían leer –que los hubo– hubieran decidido que ellos no enseñaban a leer en sus aulas. Cuando decimos “tecnología” pensamos enseguida en las herramientas informáticas, y no en frigoríficos, en el agua corriente o en los zapatos que llevamos. Pero todo esto es tecnología también, no existía antes que nosotros, sino que lo hemos tenido que inventar. Todo nuestro mundo está lleno de tecnología. También la educación, pero la suya es la tecnología del siglo XV: el papel, la pizarra, la lección… En un sentido amplio, tecnología no son solo los objetos, sino también la propia organización –el aula, la organización del tiempo y del temario…–. Vivimos rodeados de tecnología, aunque ya no la llamemos tecnología. La cuestión, pues, es simplemente decidir qué tecnología aplicamos: la tecnología de la época Gutenberg, de cuando se inventó la imprenta, o la tecnología de la era Internet. La tecnología de la era internet permite hacer absolutamente todo lo que hacía la tecnología anterior, y permite hacerlo más barato y llegando a mucha más gente. Pero, además, la tecnología digital permite hacer muchísimas cosas –cada vez más– que la tecnología Gutenberg no permite. Hay, pues, que alinear la escuela con la tecnología de comunicación de hoy, que es la digital. 

¿Hasta qué punto se trata de un cambio de paradigma?

El gran invento de Comenio, quien en su Didáctica Magna (1630) prefigura la escuela moderna, es aplicar el modelo del libro a la educación. Comenio estaba obsesionado con el cambio que la imprenta había supuesto para su mundo, y decidió aplicarlo a la escuela. Ideó así el libro de texto, los programas únicos, la idea de profesores formados todos por igual, etc. De esta manera los alumnos iban a aprender todos al mismo tiempo, con lo que estableció una suerte de imprenta humana. Comenio comprendió que, para hacer llegar la escuela a más gente, tenía que adoptar o integrar la escuela en el ecosistema de Gutenberg. Y ese mismo paso es el que hay que dar ahora para transitar de la imprenta a lo digital. Y hay que darlo ya, porque esta es la tecnología que necesitan los alumnos de hoy. No estoy diciendo por supuesto que los niños estén todo el día con la tableta; esta es una discusión un poco absurda, porque nadie tendría tampoco a los niños todo el día con un libro. Es evidente que la escuela es algo más que la enseñanza y el aprendizaje: es un lugar para el cuidado, para hacer deporte, para socializar… La tecnología tiene que entrar para lo que tiene que entrar. 

¿Cuáles cree que son los principales obstáculos o resistencias que debe vencer la innovación educativa?

Más que resistencias conscientes, hay muchas fricciones. La primera dificultad está en pensar la escuela de otro modo, y esta no afecta solo a los profesores. Los profesores al menos perciben la problemática de mantener el viejo modelo de escuela y de aula con alumnos que según salen de la clase están en el ecosistema digital. Pero, aunque viven esta dificultad, también viven el miedo de cambiar el modelo, de qué resultados va a tener. Porque un libro de texto se controla enteramente, pero lo que hay en un ordenador y en internet es incontrolable. Se da, pues, esta dificultad de salir de las propias dinámicas y el miedo a enfrentarse a un entorno mucho más abierto. Y esta inercia no es solo de los profesores: es también de las autoridades y de las familias. Es decir, de todos, excepto de los alumnos. Por otro lado, existen riesgos, evidentemente, no vamos a negarlo, como hay más riesgos teniendo a los niños en una casa con electricidad que en una casa sin electricidad. Estos riesgos existen, y hay que ser conscientes de ellos. 

¿Qué ha supuesto la epidemia para estas corrientes de innovación pedagógica?

El virus ha hecho saltar la escuela tradicional por los aires. Como en otros ámbitos, la pandemia ha producido mucha más digitalización de la que ha habido en los últimos diez años; ha sido una prueba de esfuerzo para la escuela; y sobre todo nos ha puesto ante el espejo. Nos ha mostrado la diferencia entre los centros que tenían un alto grado de digitalización y los que no. Y qué digitalización, claro, porque no es lo mismo tenerla para el profesor y para las notas, que para la actividad de los alumnos. Ha habido numerosos centros que han podido y han sabido transitar fácilmente hacia lo digital, manteniendo un cierto grado de actividad escolar. Luego hemos visto casos heroicos, de docentes que han aprendido a la velocidad del rayo; y hemos visto profesores que trataban de reproducir en formato digital la clase que hacían presencial. También hemos visto los que se han puesto de perfil, escudándose en que no sabían hacerlo o no les habían enseñado. Hemos visto de todo. Por eso el virus ha puesto a la escuela ante el espejo: nos ha mostrado que este modelo, sin ciertos condicionamientos materiales, no podía funcionar, y ha obligado a muchos a innovar. Ahora mismo estamos en medio de un debate, y observamos dos actitudes opuestas: la de la gente que ha buscado alternativas con los recursos que tenían, consciente de la necesidad de reorganizar espacio, tiempo y actividades; y los partidarios de restablecer el viejo orden, que defienden que la única solución para la situación es reducir las ratios. Pero las ratios no pueden ser la respuesta… 

¿Cree que se ha abierto una brecha dentro de la escolaridad, como mucha gente apunta?

En efecto, la pandemia ha mostrado la brecha. Pero hay que decir que existen varias brechas, y algunas de ellas existen con o sin pandemia. Cuando se habla de brecha en el mundo educativo, se suele hablar de alumnos que no tienen ordenador o conectividad. Pero este es un porcentaje extremadamente bajo de alumnos. Tenemos las estadísticas, y sabemos que es un sector residual de hogares, que en circunstancias normales pueden ser provistos de medios tecnológicos por la escuela o por la administración sin problema. Es por lo tanto una dificultad abordable. Pero hay una segunda brecha que es la que llamamos en el uso. La descubrimos cuando desapareció la primera: cuando en las encuestas comenzó a aparecer que la población más empobrecida estaba más tiempo usando internet y delante de un ordenador que los ricos, pero que el uso que hacían se limitaba a las redes sociales y al consumo de vídeos… Sucede que cuando una tecnología es más abierta, existen más riesgos. Con internet, todos los contenidos están al alcance de la mano, y definir qué ve o no ve el niño ya no depende de que los padres tengan dinero, sino de que tengan capital cultural, capital escolar y capital digital. Y ahí aparece esta segunda brecha. ¿Quién debería solucionar esta brecha? Pues, lógicamente, la escuela. Pero para eso hace falta que la escuela sepa, y que los profesores sepan. Y llegamos así a la tercera brecha, porque resulta que los alumnos viven en el medio digital y muchos profesores no

Con la pandemia, han estallado todas estas brechas. Se ha hecho evidente la diferencia entre las escuelas que ya estaban en el medio digital y las que no; la diferencia entre las familias que pueden acompañar a sus hijos en el uso de las tecnologías y las que no; y finalmente la brecha digital en el acceso se ha agravado también, porque un ordenador y una conexión ordinaria a internet podían bastar antes de la pandemia, pero ahora, con los padres teletrabajando y todos los usos derivados del covid (videollamadas, tareas escolares, etc.), resultan insuficientes. 

¿Es adecuada la formación que reciben los docentes? 

La respuesta corta es que no, porque si la escuela ha sido poco permeable a la introducción de la tecnología, la docencia universitaria todavía lo ha sido menos. La universidad utiliza muy sofisticadamente la tecnología en la investigación, e incluso la produce, pero a la hora de enseñar utiliza como mucho el Power Point. ¿Y qué es un Power Point? Pues es la pizarra al cuadrado. Porque cuando usas la pizarra, construyes un esquema y recorres con el estudiante el proceso de razonamiento. Pero con el Power Point, expones simplemente un resultado. Así que, paradójicamente, en la enseñanza usamos a menudo la tecnología para reforzar el viejo modelo. La universidad, en general, está muy poco preparada para formar a los profesores en procesos de innovación. Eso no quiere decir que no haya gente que hage cosas estupendas, porque la enseñanza universitaria es un medio muy libre, y si alguien quiere innovar y tiene una buena idea para hacerlo, puede llevarla a cabo. 

¿Que cabría hacer para mejorar la formación docente?

Lo que suele aprender el futuro docente antes de pisar el aula es a recibir lecciones, y por consiguiente piensa que, cuando llegue al aula, lo que tiene que hacer es dar lecciones. En este sentido, aprende mal. La formación inicial del docente es breve y de baja calidad, y pienso que habría que reforzarla enormemente. Y también hay que tener en cuenta que uno no se forma durante mucho tiempo sin hacer nada para luego un día hacer algo, al menos en educación. En la enseñanza, el proceso formativo tiene que abarcar los años de iniciación, y debería ser también un proceso de selección, porque alguien puede dominar perfectamente la teoría, pero no ser capaz por cualquier motivo de desempeñarse bien en la clase. Por otro lado, habría que arbitrar un sistema suficiente de formación continua. En el mundo actual, todo el mundo la necesita, pero sobre todo el profesor, y no todos se la procuran. Aunque es verdad que hay profesores con mucha conciencia profesional que buscan siempre la manera de aprender más, sea a través de libros, de compañeros o de cursos. Muchos docentes se esfuerzan cada día para ser cada vez mejores profesionales.

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