Fernando Reimers
Fernando M. Reimers es profesor de Educación Internacional y Director de la Iniciativa Global de Innovación Educativa y del Programa de Maestría en Políticas de Educación Internacional de la Universidad de Harvard. Experto en el campo de la educación global, su investigación y enseñanza se centran en comprender cómo educar a los niños y jóvenes para que puedan prosperar en el siglo XXI. Es miembro de la comisión de alto nivel de la UNESCO sobre los futuros de la educación. Ha escrito o editado cuarenta libros, entre ellos Liderando Sistemas Educativos Durante la Pandemia de COVID-19, Education and Climate Change, Formar Docentes para un Mundo Mejor y Ensenanza y Aprendizaje en el siglo XXI.
Como educador, el principal interés de Fernando Reimers es, según nos explica, ayudar a sus estudiantes a vivir vidas profesionales con sentido y que tengan un impacto beneficioso sobre otros. Por ello, le gusta mantenerse en comunicación con sus exalumnos y estar al tanto de lo que hacen. Todos los años intenta contactar con una centena de ellos, para saber qué están haciendo, preguntarles qué han aprendido y para pedirles consejo sobre cómo preparar mejor a sus estudiantes. Sus mejores ideas sobre cómo enseñar, asegura, son fruto de estas conversaciones. Cuando comenzó a dar clases en Harvard, sin embargo, se dio cuenta de que algunos exalumnos no seguían las trayectorias que él esperaba, que consistían en trabajar para gobiernos o agencias de desarrollo internacional. Por el contrario, este pequeño grupo de emprendedores creaban sus propias organizaciones educativas, y desde ellas se dedicaban a promover la innovación. Al comienzo pensó que estos exalumnos se habían equivocado en sus elecciones profesionales, o él al admitirlos en su programa. No obstante, siguiendo su recorrido, descubrió el campo del emprendedurismo educacional, y ello le sirvió de base para sus estudios sobre innovación educativa. Hoy imparte un curso sobre esta materia basado en lo que aprendió de sus alumnos.
Usted ha trabajado y reflexionado ampliamente sobre la educación, tal y como muestra su extensa bibliografía. ¿Cuáles han sido los ejes de interés de su investigación?
Mi carrera como investigador educativo, y como asesor en políticas educativas a gobiernos e instituciones educativas se ha desarrollado en tres etapas. La primera, centrada en el estudio de la relación entre educación, pobreza y desigualdad, durante la cual procuré comprender cómo aumentar las oportunidades educativas de los estudiantes más desfavorecidos. Durante la década de los noventa, me interesé en cómo aumentar el acceso y la eficacia de las escuelas a las cuales asisten los estudiantes más pobres. Este interés evolucionó a un interés por la educación para el ejercicio de la ciudadanía democrática, de lo cual me ocupé en la primera década de este siglo. Esta fue la segunda etapa. Finalmente, durante la tercera etapa, mi interés en la educación para la ciudadanía evolucionó a un interés por el desarrollo de una ciudadanía global, y al estudio de cómo mejorar la capacidad de los sistemas educativos para apoyar a los estudiantes en el desarrollo de un conjunto de capacidades, tanto cognitivas como socio-emocionales, que les permitan hacerse cargo de sus propias vidas y contribuir a mejorar las comunidades de las cuales forman parte. Este interés está en el centro de la Iniciativa Global de Innovación Educativa que dirijo en la universidad de Harvard.
Háblenos un poco de este proyecto.
En la iniciativa seguimos tres líneas de acción. Por un lado, hacemos investigación aplicada, en el marco de la cual hemos llevado a cabo doce estudios comparados. Un ejemplo de ello es el libro Propuestas Educativas Audaces. En segundo lugar, planteamos diálogos informados: ejercicios que permiten acercar el conocimiento basado en la práctica educativa y el conocimiento generado en investigación para poner ambos al servicio de la política y práctica de la educación. Un ejemplo de estos diálogos informados son las reflexiones de ministros de educación reunidas en el libro Liderando sistemas educativos durante la pandemia del COVID-19, en el que se abordan los desafíos al liderazgo causados por la pandemia. Y finalmente, en tercer lugar, desarrollamos herramientas y protocolos que permitan apoyar a los docentes en una práctica pedagógica que empodere a los estudiantes.
En relación al desarrollo de herramientas y protocolos, en la última década he desarrollado tres currículos, alineados con metas ambiciosas para contribuir a un mundo incluyente, tales como los Objetivos de Desarrollo Sostenible. El primero es Curso del Mundo, el segundo Empoderar alumnos para mejorar alumnos en sesenta lecciones, y el tercero una serie de currículos diversos orientados con el desarrollo de capacidades para la colaboración tolerante e inclusiva en un mundo de gran diversidad.
Uno de sus libros se titula: “Educación global para mejorar el mundo”. ¿Cómo debe ser esta educación para que contribuya efectivamente a hacer una sociedad mejor?
Este libro compendia y conceptualiza el trabajo de una década, integrándolo con una síntesis de investigación sobre educación para la ciudadanía global. En resumen, una educación para la ciudadanía global permite a los estudiantes colaborar con los demás para mejorar las comunidades de las cuales forman parte, haciéndolas más sustentables e incluyentes.
En este sentido, ¿qué debemos tener en cuenta a la hora de educar a niños y jóvenes para un mundo global?
Es preciso ayudarles a comprender la interdependencia entre las esferas locales y globales, a que se vean a sí mismos como partícipes y actores en comunidades de creciente complejidad e interdependencia: la local, la regional, la nacional y la global. Y debemos ayudarles a tener la capacidad, la eficacia y la disposición de contribuir en cada una de estas esferas. El estudiante debe poder comprender su contexto local, tenerle aprecio, y también la capacidad de participar en él, tanto cívica como económicamente. Pero también debe entender que este contexto local está inserto en otros contextos –el regional, el nacional, el global– y debe poder participar en ellos. El desarrollo de estas distintas esferas de identidad es complementario: es decir, nadie pierde su sentido de identidad local con saberse también miembro de una comunidad nacional, o de una comunidad global. Lo decía bien Terencio, el escritor, hace 20 siglos: Homo sum, humani nihil a me alienum puto – “Soy humano y por lo tanto nada humano me es ajeno”.
En la práctica, hacer esto significa abrir las puertas y las ventanas de la escuela al mundo, permitir a los estudiantes comprender que el sentido de la educación no es autorreferente, sino que está relacionado con conocer, comprender y poder transformar ese mundo.
Usted ha insistido sobre la necesidad de alinear la educación actual con los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS). ¿Qué hay que tener en cuenta para lograrlo?
Así es. Creo que los ODS ofrecen una visión inclusiva y sustentable de un mundo mejor, donde quepamos todos y donde todos podamos colaborar y ponernos de acuerdo para resolver nuestras diferencias sin violencia. Los currículos de ciudadanía global que he desarrollado buscan justamente esta meta. Para ello, es necesario traducir dichos objetivos a un marco de capacidades que debe tener un egresado escolar. Qué debe saber, qué debe interesarle, qué importarle y qué puede hacer para contribuir a un mundo sin pobreza, sin hambre, con igualdad de género, etc. Esto requiere mucho más que conocer estos objetivos y poder nombrarlos, e incluso más que comprender su significado. Requiere tener la capacidad de participar, de hacer, de colaborar con otros para avanzar hacia ellos. Por ejemplo, la capacidad de generar empresas que generen empleos, la capacidad de crear tecnologías que permitan revertir el cambio climático, etc.
¿Cómo se concreta esto en las aulas?
A partir de ese marco de capacidades, es posible construir itinerarios educativos, secuencias pedagógicas que gradualmente permitan a los estudiantes pasar de ser novicios a expertos en ese conjunto de capacidades. En los currículos que he desarrollado estas pedagogías se apoyan mucho en el aprendizaje basado en proyectos, en crear experiencias que permitan a los estudiantes aprender a partir de su propia acción y de la reflexión sobre su acción. Por otro lado, además de un buen currículo y de una buena pedagogía, son necesarias condiciones que permitan a los profesores desarrollar las capacidades necesarias para apoyar a los alumnos en estos itinerarios educativos. En los textos antes mencionados, describo cómo gestionar un proceso de cambio escolar que permita a los profesores colaborar en la generación y evaluación de hipótesis pedagógicas que permitan avanzar estos itinerarios.
También habla de la importancia de empoderar a los alumnos. ¿Cómo podemos hacerlo?
Permitiéndoles ir descubriendo su capacidad de hacer, de construir, de conceptualizar, y de comunicar lo que aprenden a los demás. Esto requiere construir experiencias de aprendizaje que encaren a los estudiantes con problemas del mundo real, complejos, poniéndolos al alcance de los estudiantes, pero comunicándoles a estos que confiamos en su capacidad de conocer y contribuir a resolver problemas complejos. Estas experiencias no pueden ser esporádicas y puntuales, sino que deben constituir la cotidianeidad del aprendizaje. Cuando un estudiante aprende a resolver problemas continuamente y a colaborar con otros con el objetivo de mejorar el mundo, aprende a verse no como espectador sino como artífice y creador, con agencia, con responsabilidad, y con confianza y eficacia para aportar algo en todas las esferas de actuación.
Es evidente que estamos en un momento de cambio por lo que toca al paradigma educativo. ¿Hacia dónde cree que deberíamos avanzar?
Las condiciones anteriores a la pandemia ya presentaban nuevas exigencias a la educación como resultado del rápido desarrollo de las tecnologías y sus implicaciones en el plano de la organización y la participación. La velocidad de estos y otros cambios sociales y económicos exigían a la escuela preparar a las personas para las crecientes demandas sociales y para que pudieran responder a ellas tanto cívica como económicamente. Estas demandas educativas se generan también como necesidad de atender a nuevos desafíos sociales: el desafío del cambio climático, de la gobernabilidad, de la fragmentación social, de la exclusión y la pobreza, de la competitividad económica… La pandemia ha acelerado estos desafíos y estas exigencias, y ha creado otras nuevas, lo cual nos obliga a construir una escuela que sea más relevante.
¿En qué medida ha influido la pandemia en estas dinámicas?
La pandemia ha aumentado la pobreza y la exclusión, ha creado problemas de salud mental, ha contribuido a la fragmentación social y a la ingobernabilidad, y ha creado nuevas demandas a gobiernos y a empresas que harán difícil atender a problemas complejos como el cambio climático. Todo ello aumenta la necesidad de innovación, de liderazgo y la urgencia de educar ciudadanos capaces de ser parte activa en la búsqueda de soluciones. Ciudadanos deseosos de ayudar a “reconstruir mejor” un mundo que sea más incluyente y sustentable. Estas necesidades exigen pensar la educación poniendo mucho más énfasis en su relevancia y darle mucha más capacidad de innovación ágil. Para ello necesitamos escuelas que puedan aprender, que sepan potenciar sus prestaciones colaborando con otras escuelas y estableciendo alianzas con otras instituciones sociales, universidades, empresas y organizaciones de la sociedad civil.
Su trabajo da un lugar importante a la comunidad como agente educativo.
La comunidad es un espacio fundamental de educación. En ella viven los estudiantes; en ella participan y aprenden. La escuela está en necesaria relación de interdependencia con la comunidad, tanto por lo que le ofrece como por lo que recibe. Las condiciones en que hemos tenido que enseñar durante la pandemia han hecho muy visible esa interdependencia. Si teníamos alguna duda del valor de la escuela presencial, ahora sabemos que cuando esta no funciona, muchas otras instituciones sociales tampoco funcionan. También sabemos cuán importantes son los aportes de la comunidad a las instituciones educativas.
Durante el periodo de enseñanza remota constatamos que, en aquellos contextos en los que fue posible para los estudiantes aprender, esto fue posible porque la comunidad, comenzando por los padres, pudo apoyar la labor de aprendizaje escolar. En este sentido, sirvió para lograr un mayor reconocimiento recíproco: los padres conocieron más de cerca lo que hacen los profesores y pudieron valorarlos más, y los profesores conocieron un poco más de cerca a los padres de sus estudiantes, y también pudieron valorarlos más.
¿Qué papel tiene esta comunidad en la transformación educativa?
En Empoderando a ciudadanos globales: El Curso del Mundo, integramos de forma sistemática a los miembros de la comunidad en diversas actividades para contribuir al aprendizaje de los estudiantes. Si una escuela se da a la tarea de identificar quienes son los miembros de la comunidad escolar –comenzando por los padres–, reconocerá que hay ahí una riqueza de saberes y experiencia que pueden ser incorporados en el currículo de modo que este sea más relevante. Pero además de lo que la comunidad puede aportar a la escuela, la escuela también puede aportar mucho a la comunidad, como espacio que permita la formación continua de las personas que forman parte de ella, dando lugar a un ecosistema definido como una “ciudad educativa”.
Antes ha hablado de “escuelas que aprenden”. ¿A qué se refiere?
Esta es una idea que tiene ya un par de décadas, pero que goza de plena vigencia en un contexto cambiante en el cual es necesario aumentar la capacidad de innovación de las escuelas. Una escuela que aprende es aquella donde hay una visión compartida centrada en que todos los estudiantes desarrollen las capacidades necesarias para participar en un mundo exigente. Esta visión es desarrollada de manera conjunta por todos los miembros de la comunidad. Por otro lado, la escuela que aprende es capaz de identificar los cambios que se producen en su entorno y discernir las implicaciones de estas tendencias para el contenido enseñado. Ha de ser capaz también de generar innovación como respuesta a estos cambios, una innovación que no debe responder solamente a cambios externos, sino permitir construir un futuro mejor. Para fomentar esta innovación, la escuela debe ofrecer oportunidades de aprendizaje continuo a todo el personal, promoviendo el aprendizaje en equipo y la colaboración. La cultura de la escuela es una cultura de búsqueda, de innovación y de exploración, apoyada por sistemas que permiten crear y difundir conocimiento.
¿Pero esta respuesta debería darse a nivel global?
Los materiales educativos que he desarrollado sobre educación global permiten hacer visible la evaluación de las dos hipótesis sobre las cuales se basa cualquier currículo: “Si enseño A mis alumnos aprenderán B” y “si mis alumnos aprenden B, los resultados para ellos y para sus comunidades serán X, Y, y Z”. Solo los profesores más reflexivos evalúan sistemáticamente estas hipótesis que subyacen a su práctica pedagógica. Pero sin evaluación pública no es posible convertir este aprendizaje basado en la práctica en conocimiento público; y sin conocimiento público no es posible profesionalizar la práctica docente.
En las herramientas que ofrecemos en ‘El Curso del Mundo’ y en ‘Sesenta Lecciones’ planteamos no solamente la posibilidad de generar conocimiento público a partir de la práctica de la educación global, sino que cada profesor se integre a una red mayor, al interior de su escuela y entre escuelas, con lo cual es posible acelerar el proceso de innovación. Estos protocolos permiten crear redes de escuelas, en las cuales cada una de ellas, en la medida en que están siguiendo procesos de experimentación similares, puede aprender de las otras. Estos son los procesos que permiten desarrollar la capacidad de las escuelas de aprender como organizaciones, desarrollando así la inteligencia colectiva.
Las grandes crisis, como en nuestro caso es la pandemia, abren perspectivas tanto de oportunidades como de riesgos. ¿Qué riesgos se nos presentan hoy por hoy?
Durante los últimos quince meses he orientado todos los esfuerzos de la Iniciativa Global de Innovación Educativa a estudiar los efectos del COVID-19 sobre la educación, y a buscar formas de mitigar y revertir estos efectos. A partir de los estudios que hemos llevado a cabo, y que serán publicados próximamente, he concluido que el COVID-19 podría representar la peor crisis educativa en un siglo, implicando una enorme pérdida de aprendizajes. No se trata solamente de lo que no se aprendió durante la pandemia, sino también de lo que se olvidó por falta de uso y de refuerzo. Además, muchos estudiantes han encontrado muy difícil mantener su ritmo de aprendizaje y sus hábitos de estudio, y buena parte de ellos han abandonado la escuela. Y eso sin hablar de los problemas de salud mental que la situación ha provocado en muchos estudiantes y profesores. También existe el riesgo de que muchos docentes, abrumados por las enormes demandas que les ha supuesto enseñar durante la pandemia, abandonen la profesión. De manera que las perspectivas no son buenas.
¿Hay alguna oportunidad o aspecto positivo que podamos resaltar?
La pregunta que debemos hacernos es cómo contrarrestar esos riesgos y pérdidas reales. Una forma de hacerlo es mirar más allá de los problemas y de las pérdidas y buscar lo positivo que ha ocurrido durante la pandemia, para tratar de construir a partir de ahí. La pandemia nos deja siete dividendos de innovación:
- Mayor énfasis en educar integralmente (desarrollo socioemocional)
- Mayor aprecio de la ciencia y la tecnología
- Mayor aprecio y uso de la tecnología para la enseñanza
- Mayor comunicación escuelas-hogares
- Mayor valoración social de la educación
- Mayor colaboración entre los maestros y otros actores.
- Mayor valoración de las alianzas entre escuelas y otras instituciones educativa.
Sobre estos dividendos podremos tratar de construir un renacimiento educativo que no solamente regrese los sistema educativos a su condición anterior a la pandemia, sino que permita superar las deficiencias que tenían los mismos.
Usted y su equipo han hecho un seguimiento de la manera en que los docentes han afrontado la pandemia, tanto a partir de entrevistas como del estudio de casos. ¿Hay alguna buena práctica o algún planteamiento que le gustaría poner de relieve entre los que ha podido observar?
Efectivamente. Además de los estudios a los que me he referido, junto con colegas de la OCDE, del Banco Mundial, y de la Organización Hundred, hemos documentado una centena de casos de innovaciones educativas que fueron generadas durante la pandemia para permitir la continuidad educativa. Uno de los elementos comunes de muchos de ellos son el liderazgo humilde, incluyente, colaborativo, que los hizo posible. Muchas de estas innovaciones son el resultado de colaboración entre actores diversos, que muestran que las buenas ideas pueden originarse en cualquier lado, y que la tarea del buen liderazgo es promover esta innovación, identificar las buenas prácticas, apoyarlas y ayudar a difundirlas. Creo que es necesario comprender qué condiciones hicieron posible estas formas de liderazgo durante la pandemia, y con qué resultados, e intentar impulsarlas para seguir innovando y afrontar de forma efectiva las muchas pérdidas y desafíos que nos deja la pandemia.
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